miércoles, 25 de marzo de 2009

Opinopincha

ESA HORRIBLE COSTUMBRE DE ACEPTAR LA DERROTA

Mi primera vez en el estadio no auguraba cosas buenas. Debí de saberlo. Tenía como 7 años y el novio de mi tía de esa época era hincha de un equipo caleño. Me llevó y como se ha hecho costumbre, el equipo del cual me haría hincha perdió por 1 a 2. El novio de mi tía estaba exultante y ni de riesgos creía que esa sensación iba a madurar dentro de mí y acompañarme hasta los días presentes.

Mi equipo me ha enseñado que la derrota se puede presentar de infinidad de formas. Puede tener varios espacios y puede manejar tiempos inverosímiles. Mi equipo me ha enseñado a perder y a ser un perdedor con clase. Ver fútbol y en especial ver a mi equipo es una experiencia horrible. Sé que la ulcera que tengo es gracias al fútbol, que se me cae el cabello con más frecuencia, que mi corazón no es el que solía ser y no sólo por el paso de los años, que no soy el buen samaritano, que blasfemo, que aprendo una grosería nueva cada que pierden el balón; que sufro un proceso de envejecimiento acelerado durante noventa minutos que representan una tortura agresiva y sistemática para con mis nervios y el de las personas que están junto a mí.

Soy un don nadie, un ser anclado en tierra de nadie que tuvo la “desfortuna” de volverse hincha de un equipo acostumbrado a ganar y que hace 20 años se acostumbró a perder, paradójicamente por la época en la que me volví hincha. Tengo una furiosa pertenencia por ese color y esa institución que purga como una maldición. La mía no es ser feo (o no tanto) no ser chiquito, no ser bruto (o no tanto), o no ser alguien mejor con la sonrisa perfecta y el aliento fresco. Mi maldición, aquella que llevo a cuestas desde hace 20 años, es la de no poder alejarme del fútbol, porque me importa, porque me duele como un vacío cuadrático a la altura de todo el cuerpo. Me duele no haber celebrado nada y me duele saber que aún no he tenido la valentía de dar el paso al costado.

Quizá esto último es de lo que se alimenta la esencia del fútbol. Aún creo en milagros, pero la llama de mi esperanza se extingue poco a poco con cada salida en falso del equipo que considero mío. No sé a qué o a quién más echarle la culpa. La culpa obviamente siempre la tiene el otro: directivos, hinchas violentos, jugadores parias y mercenarios. Pero este escrito quiero que funcione como una diatriba contra mí mismo, por esa horrible costumbre de ser yo y apostarle a empresas imposibles, y espero que funcione también como la expiación que me libere finalmente de esta horrible costumbre de aceptar la derrota.

Ya no me interesa defender mi equipo del ataque de los otros. ¿Qué defender? Es como si el corazón criticara al hígado por no ser el páncreas. Ninguno sabe del otro y sobre todo para unos, la inaceptable idea de saber que es imposible la existencia sin una contraparte. Ya no me interesa el ataque a un equipo contrario porque me basta con ser hincha del mío.

Estoy anclado al fútbol por hilos invisibles. ¿Que me resta? Ya comprendí con la madurez que con el fútbol no es que me reste mucho. Quizá una espera sazonada con resignación, y ver a los otros celebrar y tratar de disfrutar de algo del buen fútbol que se juega a miles de kilómetros de distancia, hasta que sea mi turno, porque por más que quiera, por más que la furia corroa mis entrañas, no puedo meterme a la cancha a golpearlos a todos, ponerme la camiseta, correr hasta el ultimo aliento y dar mi vida por ese equipo del cual sé, ya no podré escapar jamás.
Óskar Gutiérrez Garay
Psicólogo

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